Como manda anualmente la tradición desde que Chucho Dorta, «Benahuya», la recuperase para el siglo XX, se dice que desde algún remoto ritual guanche de purificación y fertilización, la pasada mañana de San Juan llegaron a la marea del Puerto de la Cruz trescientas cabezas de ganado guiadas por cabreros del Valle de La Orotava, una profesión más que difícil en tiempos difíciles para todo lo que huela abiertamente a tierra, mar y aire.
En medio del supuestamente ancestral rito –da igual que sea inventado o no: nuestros antepasados seguramente practicaban actos similares y esto es lo que importa para el caso– pululan las pantallas en modo foto de los smartphones entre el público local, orgulloso de homenajear a los antiguos; el foráneo, que recibe en el evento una dosis de exotismo y otra de benévolo barbarismo con alguna que otra congratulación y gracias al cielo por pertenecer pretendidamente a un orden superior de cosas; y los propios pastores, quienes seguramente buscan más honrar a sus padres y abuelos antes que a una parentela que ya les queda algo remota.