Hace años que no participo en huelgas ni manifestaciones a pesar de mi defensa a ultranza de los derechos de los trabajadores, pues no concibo que lo que nació como expresión de protesta de los obreros asalariados contra el abuso de poder de los patrones haya degenerado en derecho –qué bonito: bendecido por las instituciones– a tomar a otros trabajadores como rehenes, para que el mal de éstos sea garante de las reivindicaciones de los primeros. De ahí al secuestro, o a la pistola en la sien, va un paso. Tan sólo hay que impedir la sublimación de los instintos y dejar paso a la Ley de la Jungla.
Si los señores que recogen la basura –tan sólo es un ejemplo–, para reivindicar mejores condiciones laborales, plantasen las bolsas de desperdicios a las puertas de su ayuntamiento, yo los apoyaría sin dudarlo ni un segundo. Sin embargo, lo fácil es dejar los contenedores a rebosar, optar por el fastidio al resto de la comunidad y aplicar el hagamos que otros protesten por nosotros. Por supuesto, para tomar la primera alternativa hacen falta gónadas y una actitud que empezó a extinguirse a mediados del siglo XX.